Pensamos que estas palabras de S.S. Benedicto XVI serán de provecho en este día ta especial para nosotros, que celebranos a nuestro Padre san Agustín, que sean de provecho:
"...En su libro “Las Confesiones”, Agustín ha ilustrado en modo conmovedor el camino de su conversión, que con el Bautismo que le administró el Obispo Ambrosio en la catedral de Milán había alcanzado su meta. Quien lee Las Confesiones puede compartir el camino que Agustín en larga lucha interior debió recorrer para recibir finalmente, en la noche de Pascua del 387, en la fuente baustisimal el Sacramento que selló el gran giro de su vida. Siguiendo atentamente el curso de la vida de San Agustín, se puede ver que la conversión no fue un envento de un único momento, sino precisamente un camino. Y se puede ver que en la fuente bautismal este camino no había terminado aún. Como antes del Bautismo, así también después de él la vida de Agustín permaneció, con todo en modo distinto, un camino de conversión – hasta su última enfermedad, cuando hace poner en la pared los Salmos penitenciales para tenerlos siempre ante los ojos; cuando se autoexcluye de recibir la Eucaristía para volver a recorrer una vez más la vía de la penitnecia y recibir la salvación de las manos de Cristo, como don de la misericordia de Dios. Así podemos hablar de las “conversiones” de Agustín que, de hecho, han sido una única gran conversión en la búsqueda del Rostro de Cristo y después en el caminar junto con Él.
Quisiera hablar de tres grandes etapas en este camino de conversión, de tres “conversiones”. La primera conversión fundamental fue el camino interior hacia el cristianismo, hacia el “sí” de la fe y del Bautismo. ¿Cuál fue el aspecto esencial de este camino? Agustín, de una parte, era hijo de su tiempo, condicionado profundamente por los hábitos y las pasiones dominantes en él, como también por todas las preguntas y problemas de un joven. Vivía como todos los otros, y sin embargo había en él algo de particular: él permanece siempre como una persona en búsqueda. No se contentó nunca con la vida así como se presentaba y como todos la vivían. Estaba siempre atormentado por la cuestión de la verdad. Quería encontrar la verdad. Quería conseguir saber la qué es el hombre; de dónde proviene el mundo; de dónde venimos nosotros mismos, a dónde vamos y cómo podemos encontrar la vida verdadera. Quería encontrar la recta vía y no simplemente vivir ciegamente sin sentido y sin meta. La pasión por la verdad y la verdadera palabra-clave de su vida. Y hay aún una pecularidad. Todo lo que no llevaba el nombre de Cristo, no le bastaba. El amor por este nombre – nos dice – lo había bebido con la leche materna (cfr Confesiones 3,4,8). Y siempre había creído – a veces más bien vagamente, a veces más claramente – que Dios existe y que Él cuida de nosotros. Pero conocer verdaderamente a este Dios y familiarizarse de verdad con aquel Jesucristo y llegar a decirle “sí” con todas las consecuencias – esta era la lucha interior de sus años jóvenes. Nos cuenta que, por medio de la filosofía platónica, había aprendido y reconocido que “en el principio era el Verbo” – el Logos, la razón creadora. Pero la filosofía no le indicaba ninguna vía para alcanzarlo; este Logos permanecía lejano e intangibile. Sólo en la fe de la Iglesia encontró después la segunda verdad esencial: el Verbo se hizo carne. Y así Él nos toca, nosotros lo tocamos. A la humildad de la encarnación de Dios debe corresponder la humildad de nuestra fe, que depone la soberbia sabelotodo y se inclina entrando a formar parte de la comunidad del cuerpo de Cristo; que vive con la Iglesia y sólo así entra en la comunión concreta, más bien corpórea, con el Dios viviente. No debo decir cuánto nos concierne a nosotros: permanecer personas que buscan, que no se contentan con lo que todos dicen y hacen. No separar la mirada del Dios eterno y de Jesucristo. Aprender siempre de nuevo la humildad de la fe en la Iglesia corporal de Jesucristo.
Su segunda conversión nos la describe Agustín al final del segundo libro de sus Confesiones con las palabras: “Oprimido por mis pecados y por el peso de mi miseria, había lanzado en mi corazón y meditado una fuga en la soledad. Tú, sin embargo, me lo impediste, confortándome con estas palabras: «Cristo ha muerto por todos, para que aquellos que viven no vivan más para sí mismos, sino para aquel que que ha muerto por todos»” (2 Corintios 5,15; Confesiones 10,43,70). ¿Qué había sucedido? Después de su Bautismo, Agustín se había decidido a volver a África y allí había fundado, junto con sus amigos, un pequeño monasterio. Ahora su vida debía estar dedicada totalmente al coloquio con Dios y a la reflexión y contemplación de la belleza y de la verdad de su Palabra. Así pasó tres años felices, en los cuales creía que había llegado a la meta de su vida; en aquel periodo nace una serie de preciosas obras filosóficas. En el 391 fue a encotrar en la ciudad portuario de Hipona a un amigo, al que quería conquistar para la vida monástica. Pero en la liturgia dominical, de la cual participó en la catedral, fue reconocido. El Obispo de la ciudad, un hombre de origen griego, que no hablaba bien el latín y se fatigaba predicando, en su homilía sin venir al caso dice que tenía la intención de elegir a un sacerdote al cual confiar también la tarea de la predicación. Inmediatamente la gente agarró a Agustín y lo llevó a la fuerza hacia delante, para que fuese consagrado sacerdote al servicio de la ciudad. Poco después de esta consagración forzada, Agustín escribe al Obispo Valerio: “Me sentí como uno que no sabe tener el remo y al cual, sin embargo, le es asignado el segundo puesto en el timón… Y de aquí derivaban aquellas lágrimas que algunos hermanos me vieron derramar en la ciudad al tiempo de mi ordenación” (cfr Epístola 21,1s). El bello sueño de la vida contemplativa se había desvanecido, la vida de Agustín le resultaba fundamentalmente cambiada. Ahora debía vivir con Cristo para todos. Debía traducir sus conocimientos y sus pensamientos sublimes al pensamiento y al lenguaje de la gente sencilla de su ciudad. La gran obra filosófica de toda una vida, que había soñado, quedó sin escribir. En su lugar nos viene dada una cosa más preciosa: el Evangelio traducido en el lenguaje de la vida cotidiana. Lo que ahora constituía su cotidianeidad, lo ha descrito así: “Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, refutar a los opositores… estimular a los negligentes, frenar a los pendencieros, ayudar a los necesitados, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y amar a todos” (cfr Sermón 340, 3). “Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todosi – es una ingente carga, un gran peso, una enorme fatiga” (Sermón 339, 4). Esta fue la segunda conversión que este hombre, luchando y sufriendo, debió realizar continuamente: siempre estar de nuevo allí para todos; siempre de nuevo, junto con Cristo, dar la propia vida, a fin de que otros pudieran encontrar en Él la verdadera Vida.
Hay todavía una tercera etapa decisiva en el camino de conversión de san Agustín. Después de su ordenación sacerdotal, había pedido un periodo de vacaciones para poder estudiar más a fondo las Sagradas Escrituras. Su primer ciclo de homilías, después de esta pausa de reflexión, consideró el Sermón de la montaña; allí explicaba la vía de la recta vida, “de la vida perfecta”, indicada de modo nuevo por Cristo –la presentaba como una peregrinación hacia el monte santo de la Palabra de Dios. En estas homilías se puede percibir aún todo el entusaismo de la fe apenas encontrada y vista: la firme convicción de que el bautizado, viviendo totalmente según el mensaje de Cristo, puede ser, precisamente, “perfecto”. Alrededor de veinte años depués, Agustín escribió un libro titulado Las Retractaciones, en el cual pasa revista de modo crítico a sus obras hasta aquel momento, aportando correcciones donde, en el entre tanto, había aprendido cosas nuevas. Respecto al ideal de la perfección en sus homilías sobre el Sermón de la montaña anota: “En el entre tanto he comprendido que uno sólo es verdaderamente perfecto y que las palabras del Sermón de la montaña han sido totalmente realizadas en uno solo: en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia por el contrario – todos nosotros, incluidos los Apóstoles – debemos rogar todos los días: perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden” (cfr Retractaciones I 19,1-3). Agustín había aprendido un último grado de humildad – no sólo la humildad de introducir su gran pensamiento en la fe de la Iglesia, no sólo la humildad de traducir sus grandes conocimientos en la simplicidad del anuncio, sino también la humildad de reconocer que a él mismo y a la entera Iglesia peregrina era continuamente necesaria la bondad misericordiosa de un Dios que perdona; y nosotros – añadía – nos volvemos semejantes a Cristo, el Perfecto, en la medida más grande posible, cuando nos volvemos como Él personas de misericordia.
En esta hora agradecemos a Dios por la gran luz que se irradia de la sabiduría y de la humildad de san Agustín y pedimos al Señor para que dé a todos nosotros, día tras día, la conversión necesaria y así nos conduzca hacia la verdadera vida. Amén.
III Domingo de Pascua, 22 abril 2007Benedicto XVI, Huerto del Olmo, Pavia
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